Quizá no se den jamás por aludidos, porque como ocurre siempre, cada historia tiene dos versiones, y cada ojo que la mira podrá sacar otra distinta. Mis ojos vieron lo que vieron, y desde entonces a ellos les cambiaron el color. Nunca más serían colores claros, puros, sinceros, confiables. Desde entonces fueron tonos oscuros, peligrosos, nada confiables, hipócritas. Y hasta ahora no me he equivocado.
Pasa el tiempo y lo que un día parecía para siempre, cuando sonó ese crack empezaron a asomar por las grietas verdades que habían estado ocultas. Verdades que aunque siempre habían estado ahí nunca las había visto, posiblemente porque no había querido verlas, quizá porque aún no había habido ocasión de salir a luz.
Y llegados a este punto, en el que ya no queda nada, lo difícil es decir adiós. Porque para decir adiós sin más, no puede haber palabras y frases atrapadas en la garganta. Para que un adiós sea de verdad, sin titubeos, sin rodeos y dicho con facilidad, tiene que estar todo cerrado. Y en este caso no lo está. Ni lo estará nunca. Simplemente porque odio a las personas que llevan unas alas negras escondidas entre la ropa, que se colocan lentillas de colores vivos para ocultar sus ojos negros como el carbón.
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