jueves, 2 de noviembre de 2023

Suerte

Algunas hemos tenido la mala suerte de vivir tremendos tortazos de realidad desde bien pequeñas. Mierdas varias que hemos tenido el infortunio de soportar como buenamente hemos podido. Mientras que otras personas, con características similares, no han padecido ni una milésima parte de algo parecido. Suerte la suya.

Y es verdad, que una parte de nosotras, crece antes, a marchas forzadas y de malas maneras, pero lo hace. Y seguimos viviendo y riendo. Porque el mundo no se acaba, sigue girando a pesar de los grandes males que se sufren a lo largo de todo él, a pesar de la cantidad de personas que está mucho peor de lo que nosotras hemos conocido jamás. Porque sí, porque lo nuestro es malo, pero hay mucha gente que está peor. Y a veces eso nos consuela.

Entonces llega un momento en el que te das cuenta de que madurar no es indepenzarte, familiar y económicamente, ni tener hijos, ni cumplir años, ni ser capaz de sobrevivir sin alguien llevándonos a cuestas. 
Madurar es sentir la imperiosa necesidad de estar en otro lugar porque crees que hay alguien que puede necesitarte, aunque te apetezca una mierda estar allí, aunque tus planes fueran otros, aunque el esfuerzo te digan que es demasiado, aunque quisieras escabullirte de cualquier manera pero seas incapaz de hacerlo.
Madurar es no poner excusas de mierda para no enfrentarte a algo que te resulta incómodo y que te hace sentir mal. Madurar es tragar saliva y alejar los fantasmas de "tú no eres tan importante", "tú no pintas nada", porque tu corazón te dice que tienes que hacerlo. 
Madurar es dejar de dedicar fotos en redes sociales a la gente que quieres, porque cuando quieres a alguien de verdad, ninguna foto va a tener nunca el poder de un abrazo. 
Madurar es comprender que aquellos que siempre fueron protagonistas, ahora son personajes secundarios que se van borrando de tu historia con el paso de los años. Es entender que la gente cambia, pero no siempre a mejor. Y que las decepciones llega un momento en el que no duelen, porque cuando no esperas nada, es que no hay nada que esperar.

miércoles, 31 de mayo de 2023

Volar

 Me dispongo a escribir algo que lleva tiempo rondando en mi cabeza, pero que no he sido aún capaz de poner en orden. 


Desde que soy madre, e incluso desde que soy madre perruna (igualmente aceptable, oigan), me vengo dando cuenta de cómo pasa el tiempo. Si echo la vista atrás, parece que fue ayer cuando mi cachorro llegó a casa, sin dientes y con ganas de jugar todo el día. Ahora miro a mi alrededor y veo cómo ha cambiado todo. Ahora no sólo tengo un perro adulto, más viejo que joven, sino que aquella bebé que nació un veinticinco de febrero, se ha convertido en una personita que es capaz de elegir la ropa que quiere ponerse y vestirse sola.

Tengo tan vivo el recuerdo de aquellas dos rayitas en el test de embarazo que me hice "por descartar", como si aquello hubiera sucedido hace unos días. Y dos años después, vinieron otras dos rayitas, y ahora tengo en casa a otro ser que poco a poco va creciendo y sin el que ya no imaginamos nuestros días. Y a veces me paro a pensarlo y los sentimientos encontrados respecto al paso del tiempo con ellos se hacen enormes. Porque quiero que crezcan, que sean independientes, que aprendan, darles la mano para acompañarles en el camino, pero a la misma vez, al ser consciente de que un día voy a tener que soltar esa mano... me muero de pena.


Sin embargo, no vengo a hablar de lo caro que es el tiempo cuando eres madre y ves la vida pasar, sino lo carísimo que es cuando lo haces desde el otro lado. Se habla mucho de tener que dejar volar a los hijos, de simplemente ser espectadores de la vida que ellos quieran vivir, de estar ahí en la sombra por si nos necesitan,... Pero, ¿qué pasa con nuestros padres? ¿En qué momento soltamos sus manos? 

Yo le tengo lejos, aunque le veo a menudo y las nuevas tecnologías sean unas estupendas armas contra la distancia. Pero a veces me pregunto cómo ha podido pasar tan deprisa el vivir bajo su mismo techo. Ahora me quedo embelesada viendo cómo alguno de mis hijos (o los dos) saltan contentos sobre esa barriga sobre la que tantas veces salté yo con la misma alegría. Le veo hacerles las mismas bromas que me hacía a mí hace no tanto tiempo y es tan mágico como desolador. Porque jamás volveré a levantar mis brazos hacia él, mirándolo desde la altura de su ombligo, para que me coja en brazos; ni me abrazará mientras lloro porque me he hecho una herida pequeñísima en la rodilla al caerme de un columpio; tampoco me despertará y me preparará el Colacao para llevarme al colegio los lunes por la mañana; ni me llevará en bomborombillos nunca más. Cuando te das cuenta de aquellas pequeñas cosas que tenías y que ya no van a suceder, deseas volver a ser pequeña para repetirlas saboreándolas más que entonces. 

Como si fuera de un día para otro, te ves asumiendo un papel de persona adulta, con cargas, con preocupaciones, con problemas, igual que todo aquello de lo que no te enterabas, ni falta que te hacía, porque ya estaba él para echárselo todo al hombro. Exactamente igual que lo haces tú ahora. Con la inmensa suerte de poder recurrir a ese hombro para llorar, pedir ayuda o, simplemente, sentirte nuevamente en casa. Ahora camináis juntos, ya no de la mano, pero sí desde la misma altura.

Y pasan los años y sabes que aquel que era capaz de cargar contigo en brazos las treinta escaleras desde el salón hasta tu cama porque te habías quedado dormida en el sofá, algún día es posible que no sea capaz ni de subir tres él solo agarrado a la barandilla y cogido de tu brazo. O empezará olvidando lo que ha comido dos horas antes hasta que termine por olvidar tu propio nombre o no sea capaz de pronunciarlo.Y dolerá saber qué se va a ir para siempre algún día, sin marcha atrás, y que ese pilar que te sostenía y acompañaba desde que naciste ya sólo existirá en tu recuerdo.

Y aún espero ser la afortunada que llegue hasta el final de la edad media establecida de vida adulta a su lado, porque hay quienes de un plumazo el destino se ha llevado ese apoyo, ese lugar seguro y de un día para otro y para siempre, dejan de poder hacer esa llamada que apagaba todos los fuegos. 


Que ver volar a los hijos es duro, pero tener que emprender el vuelo lejos de tus padres también lo es; porque en el fondo de cada uno de nosotros, siempre estará aquel niño que fuimos y que siempre seremos a sus ojos.

jueves, 17 de febrero de 2022

Al fondo de un pasillo de hospital

Recuerdo cuando llegó el momento de decidir si ir o no. En mi mente estaba la obligación de acudir, mi sentido de la responsabilidad me lo decía. Mi corazón a esas alturas ya no tenía nada que decir al respecto. Él se mantenía callado desde hacía mucho tiempo cuando tenía que ver con eso. No lo pensé mucho, dije que sí y tiré hacia delante con ello.

Mis pasos me llevaron hasta aquel hospital. Nunca pensé realmente en lo que podía encontrarme. El hospital no me asustaba, me sentía bien rodeada de sanitarios, máquinas que pitan, pasillos con habitaciones, controles de enfermería, y ese olor tan característico que tienen esos lugares. Aquel no me era conocido, pero al fin y al cabo, todos son iguales en lo importante. Recorrí el pasillo algo nerviosa, como casi siempre que estoy en un lugar por primera vez. 

Entré en la unidad de cuidados intensivos. Y aquí los recuerdos empiezan a ser borrosos. No recuerdo si fui yo quién dio los datos, si pregunté algo o no, si me dieron algún tipo de información. Pero jamás olvidaré el momento de entrar en aquel box. Una sola cama, máquina de ventilación mecánica, pie de suero con varios colgados y abiertos, bombas de infusión, cables por todos lados. Sondas que tenían entrada y salida en tu cuerpo, la ropa de cama te tapaba hasta los hombros. El sonido del respirador. Ese murmullo continuo de aquellos artilugios de los que dependías. Aquella luz, típica de un lugar así, que no hacía sino aportar aún más decadencia a aquella escena. 

Y, finalmente, ahí estabas tú. Tu cuerpo. Aquel que conocía tan bien. Toda una vida conociéndolo, viviendo a su lado. Hacía muchísimos años que no me abrazaba a él, pero era el mismo, tu recipiente. Y en ese momento, la vista se me nubló. Eran lágrimas. Mis ojos se habían llenado de lágrimas sin esperarlo, sin saber muy bien por qué, después de tanto tiempo, de tantos años, de tantas miserias. Aquellas lágrimas no te las merecías.

Fue entonces cuando comprendí que aquellas lágrimas no eran para ti, sino para mí. Porque después de tanto tiempo, de tantos llantos, gritos, golpes y rotos, estabas allí, de aquella manera. Lamentaba haberlo deseado alguna vez, pero no podía creer que hubiera pasado realmente. Pensé en la mala suerte que habíamos tenido, que nos perdimos una de las cosas más bonitas y de mayor sentimiento del mundo. Para nosotras, aquello de lo que la gente hablaba y habla, no se correspondió nunca con nuestra realidad. Vivimos sufriendo por un amor que nunca tuvimos, y que hoy, sé que nos merecíamos. Porque ese tipo de amor se lo merece hasta el ser más miserable del universo. A nosotras nos fue negado el amor, la experiencia, el calor, el apoyo, la confianza, la seguridad y, por encima de todo, la inocencia. 

La rabia me invadió entonces. Sufría por tener que estar allí, contemplando aquella escena triste, viendo el cuerpo que tu alma ya no ocupaba. Quería gritar por estar obligada a vivir aquello también, como tantas otras cosas. Deseaba que todo hubiera sido una pesadilla, despertar siendo una cría sin conocimiento ni habilidades y que todo hubiera sido distinto. Haber tenido aquello que nunca comprendí por qué no quisiste darnos. 

Allí, entre mis lágrimas, recibí un abrazo. Un abrazo que sentí mío, que sabía real, que me merecía después de tanto tiempo. Y, como en tantas otras ocasiones, no vino de tu parte. Pero es un abrazo que agradeceré eternamente. 

Salí de allí sabiendo que no volvería, había sido suficiente. No sabía lo que pasaría después, pero era consciente de que aquello había sido una "predespedida", que estaba a punto de cerrar el ciclo más horroso de mi existencia, y que cada vez faltaba menos. 

Ojalá hubieras sido distinta, ojalá todo lo hubiera sido. Ojalá no pudiera escribir esto. 

martes, 2 de febrero de 2021

La esencia de la magia

Cierro los ojos y oigo tu voz. Más atenuada cada vez, igual que tu recuerdo. 

Quiero soñar contigo, disfrutarte en el único lugar en el que puedo hacerlo ya, lejos de miradas ajenas, de dudas y reproches, lejos de la misma realidad que me rodea ahora. Quiero verte sonreír siendo yo el objeto de tu sonrisa. Quiero un abrazo, largo, apretado y sentido. Uno de esos abrazos que te reinician y te recargan la energía. De esos abrazos que nos dejamos de dar y que no deberían jamás haber desaparecido. Un abrazo en el que nos sintamos solos e infinitos. 

Infinitos.

Hace mucho tiempo, cada vez que pensaba en ti, sonreía por dentro y por fuera. Sonreían mis labios y sonreía mi corazón. Ahora la sonrisa cada vez está más escondida y se abre paso una enorme mariposa que no hace cosquillas, duele. Mi cabeza, sin embargo, es más consciente. Sabe que hay que superar esto, superarlo de verdad y para siempre. Aunque aún no sabe cómo ni cuándo se logrará. 

Te imagino allí, en aquel lugar donde fuimos, donde yo dejé de ser y tú te quedaste siendo. Allí sigues siendo magia. La magia que hace que hoy, tras tanto tiempo, seas ese diamante que sobresale por encima de todos los demás. Dejaste allí esa magia, tu magia, para que yo pudiera llenarme de ella un poquito cada vez que recorra aquel lugar. En rincones que conocí contigo dejaste esas chispas que me estremecen al pasar. Ojalá sean eternas. 


Algún día, cuando mis arrugas y mis canas escondan quién fui, hablaré a alguien de ti, de tu color, de tu risa, de tu tristeza,  tu miedo, tu dolor. E intentaré no manchar mis palabras de idealismo, pronunciando tu nombre con seguridad, firmeza y cariño. Ese cariño que se mezcló con tu esencia e hizo su propia magia.

viernes, 17 de enero de 2020

La luz que quiero que entre

Miro las hojas balancearse sobre los árboles desde mi ventana, agarradas a las ramas con fuerza hasta que llega el momento de soltarse y caer al suelo o ser presas del viento y ser transportadas lejos de quien que les vio nacer. ¿Sentirán miedo ellas? ¿Y qué ocurre con el árbol, está preparado para ese momento?

Hace mucho tiempo comprendí que jamás te entendería. Ahora soy aún más consciente de esa afirmación. No me puedo creer que miraras sus ojos y sintieras tanto odio dentro de ti. En lugar de dejar paso al orgullo bueno, decidiste dejar salir al malo, ese que destrozó tanto cuando vio la luz. Es increíble que fueras capaz de tantas cosas. He intentado perdonarte pero, aunque pensaba que lo había logrado, sé que nunca voy a hacerlo. Tampoco creo que lo merezcas.

La oscuridad en la que me sumiste la comparo ahora con la luz que yo quiero que entre. No me conformo con aquella que dejan pasar las ventanas, derribo paredes para conseguir aún más claridad. Porque mi corazón me pide eso. Entiendo que a ti el tuyo te pediría crear dolor y sufrimiento.

Destrozaste algo que creaste con todas tus ganas e ilusión, le pusiste trampas y te quedaste a contemplar cómo caía en ellas, dejaste que confiara ciegamente en ti para luego clavar puñales por la espalda. Y jamás te arrepentiste. Nunca quisiste romper las cadenas y dejarle volar, que saliera de tu jaula para ser todo lo grande que el mundo le permitiera. Contrariamente a esto, estuviste a punto de cortar sus alas para siempre y que nunca más pudiera volver a alzar el vuelo.

Hay almas que están podridas, no sé en qué momento llegan a ese estado de descomposición, si empiezan poco a poco o sucede de golpe, sin embargo no dudo que lo que siempre acaban dejando es el olor desagradable de la putrefacción. Y es un olor que cuesta horrores eliminar del todo, que por más flores que broten alrededor siempre habrá algún resquicio de aquel descompuesto que amargará la tierra mucho tiempo después de haber desaparecido.

¿Hasta cuándo durarás tú?

jueves, 13 de junio de 2019

Un camino de la mano

Alguien me dijo una vez que eso no existía. Supongo que dependerá de muchas cosas, como todo. ¿Pero de verdad ha podido pasarnos a nosotros?

Hace años me hubiera reído en la cara de quien dudara de lo nuestro, de quien se atreviera a insinuar que alguna vez se acabaría. Hoy agacho la cabeza y asiento con resignación. La gente cambia, crece, madura, envejece, sus prioridades cambian, sus gustos cambian pero creo que tú directamente te has convertido en otra persona. Alguien que de haber conocido ayer no hubiera mantenido en mi vida más de cuatro días. Puedes devolverme la baza diciendo que yo he cambiado, pero ambos sabemos que no es así. A mí se me veía venir de lejos, siempre he tenido claro lo que quería y lo que no, pasar en el infierno una temporada es lo que tiene, pero tú has pasado de querer el color blanco a querer el negro, sin grises de por medio. Y lo siento mucho pero yo ya he tenido suficiente negro en mi vida.

Lo peor de todo es que no voy a echarte de menos, no lo hago desde hace mucho, no he notado tu ausencia porque no te necesito. Ni tú a mí, está claro.

Volver la vista atrás me hace darme cuenta de lo inocentes que éramos, pensando que nunca se separarían nuestros caminos, que siempre seguiríamos la vereda con tanta cercanía que podríamos ir cogidos de la mano, como hace tanto tiempo hacíamos. Pensábamos que al final del recorrido seguiríamos ahí como siempre, como hasta entonces. Y ahora me doy cuenta de que hace mucho que tú giraste hacia una dirección y yo en la contraria.

He negado todo esto. He negado lo que claramente veían mis ojos porque mi corazón no estaba preparado para aceptarlo. Tenía miedo. Tenía miedo de no saber vivir sin ti, de necesitarte, de echarte de menos. Y lo más triste de todo es que no he sentido nada de eso. Cuando te miro a los ojos ya no soy capaz de entenderte, para mí eres una persona extraña y tu sola presencia me hace sentir incómodo. Hace tiempo teníamos tanta complicidad y tanta confianza que nuestros silencios estaban llenos de emociones, de palabras. Ahora no queda nada. Hace tiempo tenía claro que mataría por ti, que hubiera recorrido el mundo de haber sido necesario. Ahora sé que no lo haría y que tú tampoco lo harías por mí.

Ambos sabemos que la historia acabó hace tiempo. Se quedará para siempre grabada en las hojas escritas a mano que guardamos en algún rincón de aquella ciudad que creíamos que nos pertenecía. Sellamos con nuestros labios lo que ya no existe. Y solamente puedo estar agradecido de que hayamos formado parte de una historia que, viva o muerta, seguirá existiendo en algún lugar perdido de nuestra memoria.

jueves, 9 de mayo de 2019

La dulce espera

Esta entrada es especial por varios motivos. Principalmente porque no es lo que suelo escribir en el blog y seguidamente porque fue la antesala a mi cambio drástico de vida.

Ni que decir tiene que esto es totalmente personal, entiendo que en el mundo hay de todo y que hay mujeres que tienen más suerte que yo y otras que menos, mujeres que viven las cosas cada una de una forma distinta.


Un mes de mayo, sin previo aviso mi cuerpo decidió que había llegado el momento de vivir una nueva experiencia. Semanas después me hacía un test de embarazo, (bueno, en realidad me hacía tres) con una parte de mi cabeza diciendo "no puede ser, es muy pronto", que daba positivo. Lo hice a lo loco, yo sola y en mi trabajo y con el positivo bien grabado en la retina empecé a temblar. Si alguien se lo pregunta, sí, era buscado, pero digamos que veía lejano el momento hasta que el dichoso test me dio una gran bofetada de realidad en todos los morros. Una vez pasado el shock inicial ya estaba contenta (y por qué no decirlo: acojonada también) y pasé un fin de semana con ilusión, con energía y con una sensación de felicidad que no sé muy bien describir. 

Ilusa de mí que creí que el resto de los nueve meses que me quedaban serían igual de maravillosos. ERROR.

El embrioncito (así fue como el médico de urgencias se refirió a él) decidió ese lunes intentar irse de mi útero, el muy canalla. Tras el leve susto inicial dieron comienzo los peores meses (y no estoy exagerando o solamente un poco quizá) de mi vida hasta ahora. 

Iniciamos con un estupendo mes y medio de reposo en casa. Os pongo en situación: reposo en casa, un cuarto sin ascensor y último piso del bloque, Madrid, VERANO. De repente, encontrándome aún bien (o lo que es lo mismo: desaprovechando los pocos días en los que iba a encontrarme bien hasta 8 meses después) me vi encerrada en casa con la única compañía de mi perro. Mención especial a mi perrete suave porque de no ser por él me hubiera tirado por la ventana. No se separó de mí desde entonces hasta que me fui al hospital con contracciones de parto. Jamás podré agradecerle suficiente todo eso.

Pues bien, hasta pasados unos días del inicio del reposo no tenía más problema. Sí tenía otros síntomas del embarazo pero no vienen al caso. Sin embargo, llegó el fatídico momento en el que apareció la primera arcada. Náuseas que empezaron así sin mucho alboroto pero que iban a suponer el maldito alfiler en el ojo de los meses que me quedaban.

Hasta el día antes del test positivo, entrenaba cinco días a la semana, entrenamientos de verdad, nada de pasearme por el gimnasio con ropa deportiva. Y desde entonces no volví a entrenar porque me lo prohibieron: otra de las maravillosas cosas que me sucedieron en el embarazo. Podía (y debía y lo hice) caminar mucho, y ya los dos últimos meses también asistí a unas clases especiales para embarazadas.

Cuando la barriga empezó a crecer resultaba bonita, tierna y me hacía ilusión verme embarazada. Una vez me vi con la barriga en su máximo esplendor ya había tenido suficiente. Me miraba en el espejo y no podía creerme que alguna vez todo volviera a la normalidad. Y mis náuseas seguían ahí, acompañándome cada día de esta maravillosa experiencia que dicen que es la maternidad...

Los dos últimos meses me sentía tan agotada y tan frustrada que solo deseaba que los días pasaran rápido y llegara pronto el día del parto. Empezaba a pensar que no iba a dejar de tener náuseas nunca más, que me acompañarían el resto de mi vida las horribles arcadas que estaban a mi lado cada día. Y me acompañaron hasta una semana después de parir, las muy canallas.


Y de pronto un día, un poco pasada la fecha de salida de cuentas, empecé con contracciones. Al principio eran dolorosas pero soportables, yo estaba tan feliz que pasé el día de antes de parir jugando a la videoconsola. Estaba feliz por acabar el embarazo ya de una vez y conocer a la personita que iba a robarme el corazón con sus preciosos ojos. Pero entonces las contracciones cesaron y yo rogué que no hubiera sido una falsa alarma. Horas después, justo en ese momento del día en el que por fin podía meterme en la cama a dormir y que pasaran muchas horas rápidamente y sin darme cuenta, vinieron de nuevo y a gran escala. El dolor era insoportable y yo no hacía más que pensar en negativo: no estaba dilatando, ese dolor era el principio del horror, se iba a prolongar muchas horas aquel sufrimiento porque no era aún el momento,... Pero me equivocaba. Cuatro horas después me decían en urgencias que me trasladaban a paritorio porque estaba suficientemente dilatada para quedarme, y fue entonces cuando como por arte de magia, las contracciones se hicieron totalmente soportables y aquel día se convirtió en unos de los más emocionantes, entretenidos y felices de mi vida.


Y, para terminar, voy a dejar claro que todas las cosas que me decían NO se han hecho realidad:

1. Echarás de menos la barriga. ¡já! Estoy feliz de no tener esa enorme barriga redondeada pesándome y haciéndome los movimientos más difíciles.

2. Preferirás los días en los que el bebé estaba dentro y no fuera. Rotundamente no. El sueño acumulado, el cansancio y el enorme trabajo que conlleva un bebé es infinitamente mejor que estar embarazada. Al menos tienes algo a lo que dar besos y mirar con cara de embobada...

3. Te acordarás de lo bien que duermes embarazada en lugar de con un bebé. Mentira. Dormir con la barriga era mucho más molesto que un bebé al lado, las horas se ven truncadas pero con la barriga, los movimientos del bebé y demás no se duerme igual de bien.

4. Cuando estás embarazada estás más guapa. ¿De verdad? Porque yo me miro en el espejo y me veo infinitamente mejor después de dar a luz, la barriga no es nada favorecedora.

5. Echarás de menos estar embarazada y sentir a tu bebé. Si la barriga no la echas de menos, ¿por qué ibas a echar de menos notar las patadas en tu interior que incluso a veces eran dolorosas si ahora hay una cosita linda que huele a gloria y que las patadas ahora las pega al aire cuando está riéndose contigo?

6. El embarazo es lo más fácil. ¿En serio? ¿Qué clase de monstruo tuvo como hijo/a quién dice esta frase? Vale que cuidar, alimentar y criar un hijo no es un camino de rosas, pero como digo siempre: tiene recompensas, el embarazo no tiene recompensa, o al menos no inmediata.

7. El embarazo es la etapa más bonita que vas a vivir. Por favor, permitid que guarde silencio y solamente ría de soberana estupidez.

8. Cuando tienes a tu bebé ya se te olvida todo lo malo que hayas pasado en el embarazo. Mira no, no se te olvida. Lo guardas bien escondido en tu memoria para no recordarlo nunca, a ser posible, pero no se olvida, ni veas a tu bebé, ni tu bebé te cante por bulerías nada más nacer...



¿Que merece la pena? Rotundamente sí. Pero no creemos falsas expectativas a la gente, por favor.